jueves, 1 de mayo de 2008

Empiece a contar por donde quiera














































Bretigny city y demás

De todos modos, no es esto lo que quería decir. Se trata de algo mucho más simple. La historia empieza en silencio. Un preludio tacaño y una primera página de poco interés. En fin: un silencio sin suspense.

En Bretigny sur Orge hay una librería. Es un pueblo a 25 minutos de París, de estilo residencial. Sin pasado pero con ganas de tradición bien entendida y de buen vecindario. En general, muy salaos. El mapa de la ciudad parecía muy claro pero el cristal estaba agrietado en minúsculos fragmentos así que hubo que ir a la librería para preguntar por el hotel Comfort. Thierry, el librero, un hombre de unos treinta y pocos, al ver el código postal decidió que había que preguntar a la vecina, la carnicera. Una mujer bajita, con gafas, mofletes rojos y sonriente salió de la trastienda al oír su nombre, imposible de pronunciar para nosotras, y nos dio las explicaciones muy claras en una voz muy fuerte y cachonda: “estáis a media hora andando, mejor que os lleve él en coche (señalando al librero) ya que vive al lado y es inofensivo”. Thierry iba a cerrar su tienda en cinco minutos, así que aprovechamos para investigar: una sección infantil enorme, una pequeña mesa para los niños, viajes, postales de cumpleaños, invitaciones de la primera comunión, novela, ensayo… En cuanto él y su colega acabaron nos fumamos un cigarrillo y subimos al coche. Efectivamente, el hotel estaba lejos.

Nino y yo nos habíamos escapado de París. Una especie de huida del mundanal ruido con presupuesto limitado. Esta prometía ser una experiencia sencilla pero reconfortante. Lo único que buscábamos es un poco de espacio, silencio y, ¿quién sabe?, tal vez incluso algo de naturaleza. No obstante, el objetivo principal era encontrar el cementerio georgiano, en medio de uno de los pueblos que no disponen de estación de RER pero que sobre nuestro mapa no estaba a más de un dedo y medio de Bretigny sur Orge. He aquí la explicación por la que decidimos hacer la reserva de hotel en este pueblo. La elección por Internet fue rápida: la foto de la casa con la gran rueda de madera fue de lo más convincente. Pensamos aquello tan urbanita de: “uy, aquí, aquí seguro que se oirán los pájaros… el nombre no le pega a una casa rural pero, ¡qué rueda de madera!” Creo que ya en el coche empezamos a darnos cuenta de que la zona no era ni un campo de viñedos ni un valle entre montañas. Efectivamente, después de ver el Decathlon, los grandes almacenes a las afueras de la ciudad y un enorme cartel de Pizza del Arte, lo entendimos todo: es un hotel de carretera, en medio de una rotonda, al lado del Pizza del Arte, un Grill brasería no-se-qué y un hotel Fórmula 1. Pero la alegría que nos dio ver la rueda al lado del parking no se la imagina nadie. De verdad. La sonrisa nos duró al menos 20 minutos. Incluso en la recepción seguíamos sonriendo.

Nos atendió una mujer delgadísima, con gafas, con ojeras, fuerte, con ganas de trabajar y haciendo esfuerzos por sonreír aunque estuviera fatigada. Al notar que nuestro francés era como el español de Cruyff, nos habló en inglés. En este punto quiero aprovechar para explicar que ese sábado hacía dos semanas que yo estaba sorda. Con el oído derecho inutilizado gracias una infección, fue bastante difícil deducir que “gum zogtifogr” quería decir “habitación 34”, sobre todo si piensas que aún te están hablando en francés. Después de dos “ein?” Nino lo entendió todo; gracias, Nino. Le pedimos un mapa de la zona pero no tenía; pa’ qué. Al ofrecernos un mapa de París debimos de mirarla bastante mal porque enseguida retiró la oferta. En fin, subimos a la habitación. Dos camas, un lavabo limpio, toallas, el cartelito de “reutilice las toallas, sea ecológico y no nos las haga lavar cada día”, tele (¡¡¡tele!!!) y una mujer que llama a la puerta para darnos la rejilla que había olvidado poner en el tubo de ventilación del baño.

En cuanto dejamos nuestro equipaje invisible, dudamos: ¿grill o pizza del arte?... Grill. Ahí conocimos a la tercera mujer con gafas del día (y segunda con mofletes). Se llamaba... no sé. Pero muy maja. Había vivido en Madrid durante dos o tres años, así que hablaba un español perfecto. Al detectar mi acento se emocionó y empezó a explicarnos la carta en castellano. Oscar para Nino a la mejor interpretación; hasta que le dijo que no entendía nada de español su cara de póquer fue de lo más convincente. Así fue como ganamos el segundo número de teléfono del día: “si tenéis algún problema, no dudéis en llamarme”. Como casi todas las personas a las que explicamos nuestra idea de ir a Bretigny sur Orge, ella nos preguntó por qué estábamos ahí. En su caso, podía tener sentido pensar que éramos unas turistas que iban a visitar la ciudad de la Tour Eiffel y el Palais de Tokyo (momento de autopromoción, inevitable) pero lo de ir a Bretigny sur Orge y ¡voluntariamente! era inconcebible. Imagino que tanto ella como el librero y la carnicera quedaron algo perturbados ante nuestra respuesta a su trágico “¿por qué?”: un levantamiento de hombros, acompañado de un “cerca está el cementerio georgiano y porque si está fuera de París, ya va bien”. Gracias a estas conversaciones, averiguamos que cerca había un lago y que el enorme castillo que habíamos visto al pasar con el tren era un geriátrico.

Al no tener mapa, nos guiamos por las explicaciones de nuestra nueva amiga y su jefe y empezamos nuestra excursión a Leuville sur Orge, la ciudad del cementerio georgiano. A lo largo de este día de primavera, cruzamos campos de patatas, tulipanes, un pueblo con muchas piscinas, más patatas, un puente sobre la autopista. Ni un lavabo, ni un café. Otro puente. Una especie de alien del kitsch nos poseía cada vez que estábamos sobre un puente y nos obligaba a decir “I am the king of the world!” a coro y, a continuación, empezar a cantar “a-ahaaaa-aha AAA AAAAA a-aa… every night in my dreams, I see you, I heaaaar you… Near, far…” Un homenaje a mi vecino de planta, un haitiano que se está preparando para presentarse al “Operación Triunfo” francés y que cada sábado friega su habitación al ritmo de “I’m alive” de Celine Dion.

Mientras caminábamos nos obsesionamos con un torreón en lo alto de una montaña. Decidimos que después del cementerio ése era nuestro destino (frase patrocinada por Paolo Coelho, se me ha escapado). Después de nuestro tercer puente encontramos un grupo de gente que vivía en caravanas. Al principio pensé que eran electricistas pero, reflexionando, he llegado a la conclusión de que estaban haciendo algún apaño con el cableado eléctrico para uso propio. Pero bueno, no sé, qué importa. El caso es que para guiarnos nos dijeron, 4 veces gracias mi sordera, que para llegar al cementerio había que tomar el “pisci-club”, llegar a la gasolinera y tomar la calle 8 de mayo de 1945. Efectivamente, después de 20 minutos por el carril bici paralelo a la autopista –idílico, ¡eh!- nos dimos cuenta de que perdíamos el tiempo buscando un club de natación ya que lo que nos habían dicho era “biciclable” y, por supuesto, hacía rato que paseábamos sobre él. Llegamos: gasolinera sin lavabo, centro comercial con lavabo en reparación, y cartel torcido sobre poste de electricidad con el nombre de la calle. Al otro lado, el cementerio. Todas las tumbas pertenecían a personas de familia real e intelectuales demócratas que tuvieron que huir en tiempos la Unión Soviética. Todos sus descendientes obtuvieron después la doble nacionalidad georgiano-francesa.

Entramos en el cementerio y empezó a llover. Nino se paseaba en busca de uno de sus escritores favoritos y yo fotografiaba todo lo que podía, incluso la famosa y lejana torre a la que queríamos ir y de la que ya había tomado varias fotos a lo largo del camino. Los cementerios y sus habitantes suelen propiciar momentos de reflexión, silencios importantes y recuperación de un pasado 50% imaginado 50% histórico. A menudo es difícil mantener este estado de respeto e interés a causa de las inclemencias del tiempo y los carteles sobre algunas tumbas. En efecto, la burocracia francesa no tiene límites. Es posible que la española tampoco pero reconozco que es aquí donde he visto por primera vez textos como: “Concesión agotada, para renovación diríjanse al Ayuntamiento, servicio de estado civil” o “Toda persona en posesión de información sobre esta concesión abandonada, diríjase al Ayuntamiento, servicio de estado civil”. No obstante, ni las flores de plástico lograron arrebatar su solemnidad a esos minutos entre mármol mojado. Un sobrio contacto con la historia acompañado de una decoración bien iluminada gracias a unas nubes en proceso de disiparse. Al salir dimos una vuelta por el pueblo. Encontramos una iglesia imposible de fechar, bien conservada y, nuevamente, con una atmósfera histórica interrumpida por una señal de “prohibido aparcar, salvo convoy fúnebre”. Lo dicho, no hay límites para… en Francia.

Por fin decidimos ir hacia la torre. El nombre del tercer pueblo no lo recuerdo, seguramente algo “sur orge”. Pasamos otro puente, nos dejamos poseer por el alien del kitsch y seguimos nuestro camino. Objetivo: (lavabo y) torre.

Fotografiados los tulipanes de la rotonda, entramos en el pueblo. Calles estrechas, puertas rotas, viviendas antiguas reformadas… 1 farmacia, 1 comisaría, 1 supermercado y ¡1 café! Ergo, lavabo. La imagen no es precisamente heroica pero dudo que ninguna mujer desee ser fotografiada en un retrete de plato, léase como el plato de ducha común pero con un gran agujero en el centro. De pequeña, y si no preguntadle a mi madre, yo tuve la genial idea de intentar hacer pipi como Iván, un niño de la guardería. El resultado fue pésimo: cambio de leotardos, la falda a lavar y fregona. Fue así como entendí que es mejor hacerlo sentada. Así pues, 23 años después ante un WC de este estilo, decidí reflexionar bien antes de actuar y plantearme seriamente las preguntas clave en una situación de emergencia como ésta: ¿dónde pongo los pies?, ¿hacia qué pared hay que mirar? y ¿dónde está la fregona?

Subimos hacia la torre. Dejamos atrás el pueblo antiguo para atravesar las calles de las grandes mansiones, con sus jardines llenos de tulipanes y un Eduardo Manostijeras para mantener al día tanta perfección verde. Subimos la montaña siguiendo las flechas amarillas pintadas con graffiti en el suelo (aun así tuvimos una ligera desorientación pero, ¡qué caray!, sin riesgo no hay gloria). Al llegar a la cima –lo de cima suena alto pero también lo de “montaña” era mentira- descubrimos lo que en realidad era un castillo. Los restos de algo que ni estaba fechado ni indicado. Pero viejo, muy viejo. Nos paseamos entre las extrañas ruinas y desde ahí ubicamos nuestra rotonda de Pizza del Arte. A falta de mapa de la zona, finalmente nos vino bien haber subido y orientarnos. En la parte trasera descubrimos que toda la pequeña zona del castillo por la que nos habíamos paseado… bueno, digamos que el Gobierno no habría estado de acuerdo con nuestra visita. Pero bueno, la culpa fue de las fechas amarillas. Es lo que hay.

Según nuestra vista, había que ir todo recto y a la izquierda. Clarísimo. Después de 20 minutos, ya teníamos hambre así que, una vez perdidas, preguntamos. La carretera era la correcta salvo que en el otro sentido… uisshhh, ¡casi!

Llegamos al hotel y a nuestra rueda. En la televisión, un programa de vídeos donde un hombre perdía su dentadura mientras hablaba, o a una novia se le quedaba el vestido enganchado en la puerta del coche que arrancaba. Llegó así la hora de “Pizza del arte”. Cenamos al lado de un piloto de fórmula uno español muy conocido, creo haber visto su foto en alguna revista. Hablaba con su representante del coche, de si el modelo tal habría ido mejor, de si Alonso no sé qué… Después de cenar, en la televisión del hotel vimos terminar el programa de vídeos. Sobre las 23:15h apagamos. Nino estaba tomando su ducha cuando unos gritos de mujer empezaron a oírse de la habitación de al lado. Estaba siendo una gran noche para los vecinos. De pronto, se oye abrirse una puerta en el pasillo y unos pequeños pasos corren rápidamente y llaman a otro cuarto diciendo “¿maman?”. Cuando ya estábamos a punto de dormirnos, sonó el teléfono. La sorda –yo- respondió: ¿alló?

La recepcionista tenía una voz de sueño horrorosa. La habían despertado diciendo que alguien estaba gritando o quejándose en nuestro cuarto. Tuve que explicarle que no era posible que nosotras despertáramos a la criatura, ya que mientras hablábamos yo aún oía los gritos y que, en fin, no sabía si eran quejidos pero que dudaba que fueran a durar eternamente. Sería inhumano.

Por la mañana llegamos al comedor tarde. La hora del desayuno ya había pasado pero la mujer delgada del teléfono nos dijo que aún iba a tardar en recoger y que podíamos tomar todo lo que quisiéramos. Un buffet libre alucinante. Tostadas, fruta, zumo, café, té, jamón, nutella… nutella!! Mermelada, nutella... Todo iba bien. Mientras comíamos decidimos que podríamos ir a Versailles. Solo había que coger el RER y en vez de parar en París, pasar de largo hasta el gran castillo. Adiós centro, hola Coppola! Para empezar había que llegar andando a una estación de tren en una zona de la que no teníamos mapa. Empezamos a andar sabiendo que estaba recto a la izquierda, como siempre. En medio de una de las rotondas, alguien nos llamó: Mesdemoiselles! Un chico iba con su amiga/novia/rollo de una noche y la acompañaba a la estación, así que les seguimos. Mientras andábamos echamos un último vistazo al lago, los patos, las casas con piscina, los tulipanes y nuestra torre. La nostalgia y la memoria no tomaron mucha importancia, no porque no las tuviéramos, sino porque - mientras la chica no paraba de mirar su bota de tacón derecha a la que se le había roto la hebilla- el amigo acalló nuestras sensaciones con un poco de hip-hop que salía de su bolsillo. Gracias, telefonía móvil.

Pasamos la puerta de Versailles hacia las 15h. Cada estancia tiene dos puertas y para pasar de una habitación a otra es necesario pasar por los cuartos intermedios. Es cierto que había siempre una tercera puerta camuflada pero digamos que la cuestión de la intimidad no tiene una respuesta evidente en este gran palacio. Grandes cuadros dedicados a los religiosos, a los nobles, niños con mirada diabólica… detalles como poner al ejecutado y su verdugo uno al lado del otro hacían de la visita algo intrigante. Francos, merovingios, capetiens, valois y unos borbones cuya historia se remonta al siglo XIII, encuentros y desencuentros que desembocan en un Luis XIV y su casa a las afueras. El Rey Sol. La primera parte del paseo formábamos parte de la masa confundida de turistas -agrupados por familias y por guías- y que, como nosotras, aún no habían entendido por qué habían comprado los billetes en un lado y entrado por el lado opuesto.

La ansiedad se esfumó al llegar a la sala de los espejos. Habíamos dejado atrás los dormitorios multicolores y extrañamente oscuros. Las ventanas de cristal viejo que únicamente dejaban entrever una parte del enorme jardín se habían convertido en grandes ventanales que mandaban la luz del sol a los espejos, dando una iluminación nueva a la sala y, por ende, al palacio. Aprovecho la ocasión para devolver mis saludos especiales a Emma, que en 1842 dejó su huella en uno de los espejos, ¿es eso cierto?

Mientras escribo esto, en el transistor de mi tío suena Placebo y repite “Protect me from what I want”. Bien.

Al salir al jardín algo se me escapaba. No hay prosa para dar a entender que es ENORME, caprichoso, lleno de laberintos destinados al “jijiji jajaja” de los ricos, ligues y wannabe de la época. Precioso, no obstante. Alucinante como aquello se ha convertido en un espacio para el yogging y las fotografías compulsivas. Retomando el espíritu que nos poseía al pasar por los puentes de Bretigny, alquilamos una barquita para pasear por el lago. Nino rema, yo hago fotos, me parece un buen trato. Sobre todo porque los dos minutos en que tomé yo los remos, parecía que habíamos echado el ancla. “I am the king of the world…!” Y así fue como empezó la tormenta. Llovía en diagonal. En medio del lago. Unas turistas italianas se habían puesto el salvavidas y no paraban de reír, un hombre con su hijo nos grita: “vous êtes belles!” y unos turistas alemanes tenían un estilo envidiable volviendo a puerto. Nosotras tuvimos una seria conversación con la barca y al comprender que adoraba la orilla, decidimos hacerle caso. Volvemos a casa.

El día se cerró con una georgiana y una española, empapadas, sentadas en un restaurante chino en el barrio 5 de París, sonriendo sin razón aparente para el resto del mundo, satisfechas por las bolas de pollo picante y disfrutando del recuerdo de algo que aún estaba ocurriendo. Veníamos de la vuelta de la esquina siendo las mismas, pero habiendo robado el tiempo que hacía meses exigíamos. La receta médica que debería ser obligada para prevenir conjuntivitis, jaquecas, infecciones de oído y desvaríos idiotas: el silencio, el redescubrimiento del ritmo propio y deseado. Digo “médica” pero no es una terapia. Y digo “receta” pero no hay moraleja en este viaje. No es un símbolo. No hay mensaje ni instrucciones de uso. Es la vida según Perec, decenas de habitaciones y miles de paseos posibles, de lo más grande a lo más pequeño. Ojos (y por fin oídos) abiertos, constatar, abrir… y disponibilidad. Simple. Basta.